El otro día tuve la suerte de ver en una sala de cine la película (documental), PAVAROTTI, suerte porque, rezaban los carteles promocionales: “sólo siete días en cine”. Mucho antes había salido al mercado gracias a un trato entre dos de las grandes multinacionales de esta época de consumo casero, la líder en distribución comercial de cualquier producto, incluso basura, y la líder de servicio streaming o transmisión por secuencias en línea. Igual que nuestro mundo, el cine continúa en continua extinción, apagándose, consumiéndose, no como consecuencia del calentamiento del planeta, sino como consecuencia de artimañas destructoras del séptimo arte, por extraños, y no tan ocultos, intereses comerciales.

 

La película es un monumento sobre la persona de Luciano Pavarotti, para muchos el único gran tenor, “la mejor estrella de ópera del mundo moderno” después de Enrico Caruso, que refleja no solo su grandeza artística, sino, y sobre todo, su perfil humano, su vida privada, su pasado presente y futuro, hasta su muerte, en una estructura documental perfecta en su cronología y en su contenido, con imágenes tomadas en directo de sus entrevistas, actuaciones, óperas, así como en su hogar, entre bastidores o en las entrañas de los hoteles donde se ocultó gran parte de su vida y en las que no se avergonzaba de prepararse el mismo su plato de espaguetis.

Pero lo que más impresiona de la película no es su innato talento, su voz, su carisma como artista y actor de ópera, que ya conocíamos, sino su alma humanitaria, que la película describe con profundidad y emoción, con distintos ejemplos e imágenes cargadas de sentimiento. Pavarotti visitó en distintas ocasiones a Nelson Mandela en colaboración con sus proyectos de paz, acudió y cantó desinteresadamente para recaudar fondos en diferentes instituciones benéficas, como hospitales de niños enfermos. Uno de esos ejemplos fue el encargo que le encomendó a Bono (cantante del grupo U2), para que compusiera una canción, que habrían de cantar juntos, con el fin de que todo el mundo fuera consciente de la guerra que vivía por entonces la antigua Yugoslavia y, más concretamente, como canción protesta en contra del cerco y asedio que sufrió a manos del ejército serbobosnio la ciudad de Sarajevo en Bosnia Herzegovina allá por el año 1992. El resultado fue la bellísima canción “Miss Sarajevo”, que ambos artistas cantaron al unísono y que U2 incluyó en un álbum.

 

También cuenta la película cómo sus múltiples seguidores, los más allegados y paisanos de su ciudad natal, se sintieron molestos y apenados por el abandono de la ópera durante una época de su vida, para actuar en grandes escenarios, estadios de fútbol abarrotados, en los que incluso actuó con las grandes estrellas de rock del momento o para interpretar canciones populares lejos de la lírica o la opereta. Experiencia multitudinaria que sin embargo no oculta ese lado reservado, solitario y humano de Pavarotti.
El director, Ron Howard, culmina un gran trabajo, con una exquisitez de diseño y montaje encomiables, por encargo del productor Nigel Sinclair con quien ya antes el propio Howard había trabajado como director en el documental “The Beatles: Eight Days a Week” y la película “Rush” (gran homenaje a la rivalidad y amistad entre los dos de los grandes campeones de fórmula uno de los años 70, Niki Lauda y James Hunt).

Bono, con quien Pavarotti se reunió en distintas ocasiones, resume en pocas palabras cómo era su gran amigo, en una entrevista exclusiva realizada para la película: “lo que le hace tan grande era haber vivido sus canciones, los errores cometidos, sus sueños y anhelos; todo eso irrumpía con fuerza en su interpretación”.

Crítica by EL INDIGENTE