Por El Indigente.
Después de un par de meses sin acudir a una Sala de cine, en mi vuelta a Madrid y para refugiarme de la vorágine turística que invade y destroza mi querida ciudad, decidí meterme en una Sala, como siempre con versión original, pero antes leí las críticas de los últimos estrenos para elegir con que película iba a disfrutar del séptimo arte. Nosferatu era la más valorada por los críticos, no tanto la de Sorrentino, Parthenope.
Nosferatu era bien valorada, fue descrita casi como la excelencia por uno de los más conocidos de nuestros críticos cinematográficos, aquel que tiene la desfachatez de comparar a Almodóvar con Bergman (sic), mientras que la valoración de Parthenope era en general negativa, incluso le pareció totalmente insulsa a otro de nuestros grandes críticos, que tuvo su tradicional forma de analizarla (como exclusivo valor positivo de la película), con su fútil argumento sobre la belleza de su protagonista femenina (por cierto cuarenta años más joven que el propio crítico).
Total que me fui a ver Nosferatu, con la ilusión de contemplar una nueva versión de las dos anteriores obras maestras, sobre todo la de Murnau y después de Herzog. Y mi asombro fue más que desagradable, no solo por comprobar la falsedad de las críticas cinematográficas, como por la casquería de esa muestra cinematográfica en lo que se ha convertido el nuevo cine comercial; la zafiedad de los personajes, primeros planos de vómitos, chorros de sangre, cortes de miembros y, aquí la superación, el cuerpo desnudo del propio Nosferatu lleno de llagas “pusturientas” y mocosas, sin olvidar su voz de ultra tumba estilo de las más gore y casposas películas B de nuestro cine de terror del siglo pasado. Ni cine, ni intriga, ni terror, solo asco y pena al verla.
Y asqueado me fui al día siguiente a ver Panthenope la última obra de Sorrentino, con la esperanza de que en este caso la crítica también hubiera fallado, y falló. Porque pude asistir, no ya a una obra de autor sin condicionamientos comerciales, sino a cine autentico, con sus planos-secuencia, sus trávelin, su plano contra plano, protagonizados todos con unos actores magníficos, recubiertos y adornados con una luz y una banda sonora, a su vez fotografiadas con grandísima calidad; secuencias intimas, emotivas, arte puro, como ese abrazo sensual y candente, esencia del trama, de los tres protagonistas unidos en un Capri de ensueño. La película de Sorrentino además nos muestra la esencia de Nápoles y su gente en distintas épocas, con su sello personal, con la descriptiva propia de Rosellini, el esperpento de Fellini o la armonía lenta de Antonioni. Poesía en los diálogos, miradas furtivas, duelo belleza inteligencia, bruma, figuras mitológicas, deseos y almas retorcidas, vida y muerte. Grande Sorrentino.
Nos venden que acudamos a las Salas de cine, se venden los propios críticos, se proyectan imágenes por ordenador y efectos especiales de juegos de consolas, se estrenan Salas en las que durante la proyección unos camareros traen comida al espectador de tu lado o al de delante de ti (sic), “Salas teta”, mañaneras, a las que pueden acudir madres que den de mamar a su bebe: el fin del séptimo arte.
Una última anécdota, sintomática, a la Sala en que se proyectó Nosferatu, la gran mayoría de los espectadores acudió con su enorme paquete de palomitas y su Coca Cola familiar, a la Sala en que se proyectó Panthenope ningún espectador acudió con comida de ningún tipo. Cualquier día nuestros sesudos críticos cinematográficos incrustan en sus críticas anuncios y publicidad sobre… almendras.
El Indigente.







