Dicen que es la última película del genial director inglés, en la que vuelve a bordar y tejer esa alfombra de la realidad social británica a través del cine, por su siempre vinculación a los movimientos en defensa de la igualdad y lucha contra las diferencias de clase. Pero no, no se trata tanto de cine social, sino de cine con mayúsculas, ese que revuelve las entrañas contando historias verdaderas sobre la injusticia, la bajeza del ser humano, no de volver atrás la mirada de sus personajes, sino el feroz odio que se manifiesta en unos y el amor que intentan dar otros.

El mayor ejemplo me viene siempre a la memoria cada vez que hablamos de Loach, “Ladybird, Ladybird”, esa majestuosa y desgarradora película, que hizo abandonar las salas a más de uno durante su metraje, cuando los agentes del sistema social británico (hay que reconocer que cruel y atroz, pero a la vez justo), arrancaban literalmente los bebes de las manos de la madre protagonista por su incapaz para criarlos.

La historia que se cuenta en “The Old Oak” (El Viejo Roble) gira entorno al único pub, eje de la trama, de un pueblo ya abandonado de riqueza en el noreste de Inglaterra por el cierre de sus minas (casas vacías, negocios cerrados, población hundida y desesperada), al que llegan distintas familias, refugiados de Siria y que no van a ser aceptados, ni acogidos; dos grupos sociales bien distintos con diferentes problemas de subsistencia, unidos por la misma realidad social y sin embargo enfrentados en mundos distintos. No es racismo, sino falta de integración y de asumir que en el fondo todos somos iguales cuando convivimos en sociedad, sea cuales sean las circunstancias,  se trata del lado humano, no animal que tarde o temprano aflora en las personas ante la adversidad; es es ese lado de la vida el que siempre explica de maravilla Ken Loach. “No more turning away”, que dice la canción de Pink Floyd.

 

Es el pub el centro de la historia porque es la humanidad de su dueño el que hace de enlace para la unión, queriéndolo y sin quererlo; es ese espacio cerrado y semiabandonado desde hace tiempo de la sala interior del propio pub, el que se convierte durante un par de lapsos de tiempo, en la herramienta que une y desune a todos, a los dos grupos, el que va a soslayar las diferencias; uno, en la entrañable secuencia en la que en esa sala repleta de personas se proyectan y exponen las fotos en blanco y negro que ha tomado la protagonista siria, Yara, de la gente del pueblo, de sus costumbres, con la música en directo del solo de ese instrumento de cuerda típico de siria, el laúd (tipo mandolina), interpretado en improvisación por el musico también sirio; otro momento, en la comida de fraternización que se organiza entre todos, siguiendo un principio de la cultura siria que coincide con otro de los mineros del pueblo.

Merece ser destacado el comienzo de la película, secuencias formadas por foto fija en blanco y negro, tomadas por la protagonista desde el autocar cuando entran en el pueblo (miradas de los propios refugiados sirios), que reflejan la inicial crispación de parte de la población, con la voz en of relatando las razones de la inmigración y la necesidad de los refugiados: la sangrante y terrorífica guerra en Siria. Como describe a la película el crítico de The Times, “el último y brutal llamamiento de Ken Loach a la compasión y la solidaridad”.

 

                                                               EL INDIGENTE