By Dimas Pardo

Fotografías by Miquel FX


Allí estaba yo, firmando en las paredes del camerino de Las Maravillas. Humo y gritos de «No queda más cerveza». Amontonados en aquel picadero adolescente, las bandas y los poetas se lamían los nervios entre ellos. Me habían dejado pasar hasta el mismo centro del meollo, me habían echado fuerte la mano y hecho sonar el beso en la mejilla. El batería de Blue Bell incluso me había cedido uno de sus tiquets para bebida. Oh, éramos amigos.

Había estado antes en la Sala Maravillas de Malasaña, convencí a uno de los «amigos» de uno de los “camareros” para que me colara. Mi imagen del local un sábado en la noche era bastante confusa y bebida, pero recordaba que, cabezas contra cabezas, aquello se puso hasta la bandera. Así que me sabría a poco la gente que pudiera venir un jueves a pasárselo bien con la poesía. Sin embargo, hubo el suficiente público, poco animados al principio, pero multiplicándose y repletando la sala con calma. Se estaba bien, cómodo. No echaba de menos los empujones para llegar al baño o a la barra.

Dani Pacheco fue el primero. Levantó de sus asientos a la sala. «Aquí no hemos venido para una charla coloquio con pipa y miradas intermitentes a la ventana» indujo el mástil siempre erecto y lubricado de su guitarra (#DeePorn). Había visto lo que podía hacer en solitario, pero cuando le acoplas una banda a este chaval como se acopla la armadura sobre Tony Stark puedes ver a Iron Man pegarle fuego a sus repulsores y salir volando por el ancho cielo nocturno. (Me encantan las analogías de superhéroes. Estuve una temporada saliendo con Stan Lee) La mayoría de su banda, ¡grandes su batería y bajo!, habían venido del sur. Otra mención tiene su guitarra solista, Santi Valldeperas, sus seis cuerdas también parecían provenir del sur, pero de un sur proscrito, no de las alargadas sombras de Texas o México, sino de la huida en descapotable a un sur ficticio. «Estoy cayendo» y «Me ofrece una salida», temas que antes enternecían, aquella noche te psicofollaban la mente y dejaban dinero en la mesilla al irse por la mañana.

  

María Solá fue el punto intermedio y poético que dividió el pequeño festival. Uno espera normalmente, imbuido por falsas expectativas, que se encontrará a un poeta dividiendo las aguas de las dos Españas como antigua estatua en una plaza o, como tantas veces se ha visto, intentando ligar, con sus poses de escritor y profundos conocimientos de la psique humana, en el descansillo de la biblioteca. Yo me encontré a María Solá de farra. «Muy maja, muy salá», pensé, “pero no demasiado intuible eso que dicen de que se le dan bien las letras”. Tuve que verla y releerla en aquellos libros suyos que pusieron en la entrada a la venta, para darme cuenta de como de dentro había calado la hojarasca, el estigma, el estilo, el ovario (y todas las partes de la flor) de la poesía en ella. Si los recitales llevan por la cadencia de la voz y la profundidad de diario adolescente normalmente al aburrimiento, ella y su guitarrista, la gran Sandra Sabater, chica que me prometieron que me caería muy bien y me cayó muy bien, hicieron que todo fuera rodado. Además la poeta tuvo a bien jugar al bingo con sus versos y repartir libros y chupitos, haciendo de la poesía en directo algo más rock que lo k-pop que suele ser.

Sería injusto decir que lo que hizo Blue Bell fue terminar el pequeño festival de poesía y rock. Me dio la sensación que fue como un nuevo comienzo tras el recital. Los chicos salieron allí con sus camisas hippies de segunda mano abiertas hasta el pecho y levantaron a la peña que se apelotonaba frente al escenario. La voz del cantante resultó ser la misma que pretendía estrellar la nave de Ulises. Incluso tuve que refrenar a acompañantes: «No, no, yo creo que el cantante está casado, o es gay, o ha sufrido un percance que le impide enrollarse con tanta gente como su voz doblega». Pero era difícil, con temas como «Take me back in time», o con su ataque final, consistente en un «Don´t look back in anger» tan dulce y bien sacado que se podía oír, en los intermedios rítmicos, caer las cremalleras al suelo.

Antes de que el alcohol me convenciera de que lo que me esperaba al día siguiente en el curro no era tan duro y que podría sobrellevarlo con resaca, decidí marcharme. Para el bien de este poco humilde escritor, a mi salida, la organizadora saltó tras la barra y me dijo «Prepárate, el siguiente en salir al escenario en la próxima edición eres tú», «Perfecto, tengo los poemas y quizá aún pueda juntar a mi antigua banda», le respondí riendo. «La sensación de peligro no debe nunca desaparecer.» recuerdo haber puesto con mala letra en las paredes del camerino de La Maravillas, «Fdo. Dim».