Crónica by Lara Fernández
En esta crónica no prima la hora de comienzo del concierto, no importa en qué sala, tampoco en qué ciudad, ni siquiera tendría por qué constar la fecha más que por mera contextualización. Vivimos sobresaturados de información, regidos por la inmediatez. Todo el mundo quiere ser “el primero en no sé qué”, “el que más algo”, “el mejor en lo otro”… y parece ser que a nadie le importan ya las formas. Si escribo que La Casa Azul tocaron el pasado viernes 17 de noviembre y os adentráis en Google podréis averiguar en escasos segundos que la sala elegida para ese concierto fue la Ochoymedio de Madrid, probablemente también encontréis los horarios e incluso el setlist. Por eso aquí quiero hablar de aquello que no es tan fácil de encontrar en internet, quiero hablar del modo que se vivió este concierto y, eventualmente, de los hechos más objetivos; convirtiéndolos en un mero hilo conductor en lugar del centro gravitacional.
Todo lo que dicen las malas lenguas es cierto: la cola de la Ochoymedio era para echarse las manos a la cabeza, sí, pero fue amenizada con encuentros fortuitos, teorías conspirativas sobre el setlist –también sobre el disco- e incluso alguna que otra lata de cerveza. Comprensible, siendo este el primer concierto en sala de La Casa Azul en cinco años, que se dice pronto. Una vez dentro, los ojos de los asistentes (desde los dieciséis hasta esa-cantidad-de-años-que-uno-no-tiende-a-reconocer-en-voz-alta) comenzaron a brillar cuando aquella voz susurrante que ya caracteriza la pista introductoria del show rebotó por las paredes. «Estoy en una gran esfera…» «¡¡¡UUUUUuhh!!!» «La esfera me p…» «¡¡¡¡¡UUuuuUUuUOoOoOOOOOOOOOOOHHHHH!!!!!». Los gritos eufóricos del público parecían crear un coro y los primeros pasos de los integrantes de La Casa Azul sobre el escenario desencadenaron una explosión aún mayor de aplausos, aullidos y ovaciones.
Igual que un cosmonauta en el espacio intentando equilibrarse yo trataba de encontrarme entre las capas de disco, funky, beats machacones y la locura de demás efectos que componen «Podría Ser Peor«. Con el viento a favor atravesamos varios temas ya recurrentes hasta… UNO NUEVO; la demostración definitiva de que esa prometida Gran Esfera es un proyecto real, vete tú a saber para cuándo, pero REAL. Por primera vez el concierto dejó de parecer un karaoke y pudo escucharse únicamente a la banda, aunque apenas entendí no sé qué de «quiero abrazarte hasta morir» y poco más. Aprovechando la novedosa «Todo Vuela» se retomó el aliento y varios abrazos entre amigos, amantes y desconocidos fueron repartidos; casi felicitándonos los unos a los otros por estar viviendo un momento que durante mucho tiempo creímos inalcanzable.
No es lo suyo dar tregua así que no tuvimos tiempo de soltar el corazón del puño que ya teníamos a Guille Milkyway sentado ante el piano tocando una versión no rumbera de «Yo También«; un Goya me parecen pocos Goyas por esa canción. Parecía que las medidas de tiempo se dilataban y contraían a su antojo, igual que pasa en los sueños. Hit tras hit terminó por caer una de mis mayores debilidades, «No Más Myolastan«, y es que me resulta imposible –y me consta no ser la única- no empatizar sobremanera con algunas letras. Ya empezaba a faltar el aire. «Hasta Perder El Control» se presentó como fiel candidata a nuevo rompepistas, el tiempo lo dirá, pero la aportación de viento metal a las filas de La Casa Azul puede desembocar en algo grandioso. Al sumarle la proyección de algo parecido a animaciones japonesas la perplejidad invadió la sala y, entonces, prácticamente de la nada, aterrizó una inesperada versión a piano de «C’est Fini» haciéndonos viajar hasta ese Tan Simple Como El Amor (2003).
La totalidad del público estaba allí con la intención de bailar hasta la muerte, pero no era algo exclusivo. Es un hecho demostrable que las letras de La Casa Azul se componen por un amplio abanico de temas y cada oyente se ve reflejado en uno concreto según su situación. Algunos cantaban las canciones de amor con la mano en el pecho y otros las de desamor con el puño en alto; yo aspiro a presidir algún día el club de Gente Que Baila Básicamente Con Los Hombros Y Mira Al Suelo Para Que No Le Vean Llorar, supongo que -por la temática de mis canciones favoritas- a veces me gusta ser la que escucha hablar sobre ciertos temas y no siempre la que los verbaliza ante terapeutas.
Seguían sonando hits sin cesar: «La Fiesta Universal«, «Colisión Inminente (Red Lights, Red Lights)«, «Los Chicos Hoy Saltarán A La Pista«, otra canción nueva que me dices que es Fangoria y me lo creo y blablabla llega «El Momento» –no me refiero al Más Feliz, se trata de otro tema inédito-. Las pulsaciones estaban a tope cuando se alzó ante mis narices «La Vida Tranquila» en forma de muro y me estampé contra él de bruces. Con el primer acorde empecé a llorar y no me suena haber dejado de hacerlo desde entonces. «Déjate llevar, nunca hiciste demasiado por dejar de imaginar que la vida te traería lo peor y la verdad es que precisamente ahora no te puedes descuidar», se me siguen clavando esas palabras en las tripas como si de puñales se tratase. Querría invertir unas líneas en hablar de la facilidad que tiene Guille Milkyway para tratar temas tan complicados como hace en esta canción y lograr meterse por los entresijos de la mente humana, pero de líneas pasarían a folios así que solamente plasmaré mi eterno agradecimiento: muchísimas gracias.
Como si tuviesen un número de afectados en su local de ensayo, hubiesen decidido descolgar el teléfono y hacer caso al público por primera vez, bam, «Terry, Peter Y Yo«. Una auténtica escabechina emocional, sin exagerar. Menos mal que la última novedad que presentaron, «Nadie Nunca Pudo Volar«, sonó realmente bien y menos mal también que no entendí casi nada su letra –porque con el título no parece que vaya a hablar de nada demasiado alegre-. Reconozco que, además, estaba muy liada pensando en que el «uuoooooohhhhhhh» del estribillo sonaba como el de Feel This Moment de Pitbull ft. Christina Aguilera. Para sorpresa de nadie, «La Revolución Sexual» hizo explosionar al público en saltos y gritos y abrazos y flashes y bailes… lo que no esperábamos es que el concierto no terminase allí y lo hiciese con… la versión a piano de «Como Un Fan«. Así normal que más de uno sigamos tocados desde entonces; entre desajustes emocionales, desengaños amorosos y demás problemas seguro que durante esas dos horas se soltaron más tensiones que en todo el año. Mejor que el gimnasio.
Alguien con un humor muy fino o muy mala leche decidió que «Una Mierda Como Un Castillo» de Anntona era el tema ideal para sonar mientras se desalojaba la sala, así que nos fuimos. Supongo y espero que muchos volvieron minutos después para disfrutar del Guille Milkyway DJ Set que programaba el club, pero aquí la que escribe no se vio en absoluto capaz. Como bien le expliqué a una persona maravillosa esa misma madrugada: «me he venido abajo… y no me ha apetecido ya salir más, quería asumir cosas y estar conmigo misma un poco». Y es que eso es lo que causa un concierto con semejante carga emocional, te hace exprimir cada segundo disfrutando de lo que estás sintiendo tú pero también de lo que están sintiendo los demás. No sé a vosotros –espero que también- pero me hace especialmente feliz ver que la gente que me hace feliz tocando es realmente feliz cuando toca para mí, en definitiva que la felicidad aportada sea recíproca.
Y es que, efectivamente, al final deja de importar la hora de comienzo del concierto, la sala, la ciudad, la fecha, ser “el primero en no sé qué”, “el que más algo”, “el mejor en lo otro”. Si no se le da la importancia que merece a la forma de vivir las cosas, si simplemente se experimentan como parte de una lista vital que tienes ganas de tachar, si no dejas que las experiencias te toqueteen las entrañas… no valdría la pena hacer nada.