El director Peter Cattaneo (Full Monty, Que suene la música) regresa con una comedia dramática inspirada en hechos reales y basada en el libro superventas de Tom Michell. La película, que tuvo una excelente acogida en el Festival de Toronto, combina humor, emoción y una mirada nostálgica a los años 70 para recordarnos que el mundo es más hermoso cuando nos abrimos a él.
La historia nos traslada a la Argentina de 1976, donde un profesor británico, desilusionado y en busca de un nuevo rumbo, acepta un puesto en un colegio de élite. Allí debe enfrentarse a unos jóvenes imposibles de enseñar y a su propia incapacidad de conectar con los demás.
Durante unas vacaciones en Punta del Este, su vida cambia para siempre. Una mañana en la playa se topa con una escena devastadora: cientos de pingüinos muertos a causa de un derrame de petróleo. Pero, entre la tragedia, descubre uno que aún sigue con vida. El impulso de salvarlo, sin pensarlo demasiado, se convierte en su primera decisión desinteresada, y marca el inicio de una profunda transformación personal.
Ese pingüino se convertirá en un compañero único, un vínculo inesperado que abrirá al profesor hacia la empatía y la compasión. La película muestra con sensibilidad cómo pasa de ser un hombre cerrado y cínico a alguien capaz de comprometerse con el dolor ajeno y redescubrir la alegría en los pequeños gestos.
El reparto está a la altura: Steve Coogan ofrece una interpretación precisa, pasando de la ironía a la ternura con naturalidad; Jonathan Pryce encarna al director autoritario del colegio con su habitual elegancia; y Vivian el Jaber conmueve al representar el dolor de una madre.
Con su cuidada estética setentera, la película es a la vez divertida y conmovedora, con un carácter de fábula intemporal. Una feel good movie que habla de amistad inesperada, de compasión y de lo que realmente nos hace humanos.
Un recordatorio de que, a veces, basta un pequeño acto de generosidad para cambiarlo todo.







