Los títulos de crédito iniciales ya preparan los sentidos ante el placentero camino de más de tres horas y media (con una parada de 15 minutos) que dura esta obra de arte. Un camino que, a pesar de recorrer dentro de un coche familiar con marcados mensajes políticos de acompañantes, deja las vistas de un paisaje rompedor a través de la ventanilla.
Un rato después de esta absorción aparece la pregunta: “¿Quién conduce?”. Con ella, asoman la figura de Brady Corbet, de la copiloto Mona Fastvold y otra pregunta más: “¿Por qué no he sabido de este director hasta ahora?”. Lo que me ha llevado a hacer un repaso por su corta filmografía y darme cuenta que lo reconozco más por sus papeles de actor, en Funny Games, Melancolía o Thirteen, que por su rol dirigiendo Vox Lux y La infancia de un líder. Esta última, ambientada también en un periodo de posguerra y con una estructura que divide las vivencias del protagonista en partes temáticas iniciadas, como si de una pieza musical se tratase, por una obertura. El papel de director no le sienta nada mal al joven Corbet, que a sus 36 años ya cuenta con marcados rasgos de estilo propio y encabeza una sucesión de imágenes dignas de vivir en un museo. Con un dominio de primeros planos, juego de desenfoques, y múltiples contrapicados, enfatiza la angustia del personaje oprimido por su entorno como si a los pies de uno de esos magnificentes edificios de hormigón nos encontrásemos. El film no sólo nos transporta a los años 50 mediante la arquitectura brutalista, sino también con el uso del formato VistaVision, nacido en esta década. Al rodar en 70mm, tanto Corbet como el espléndido director de fotografía Lol Crawley, se marcan dos objetivos: despegar a los espectadores del televisor para justificar la experiencia de la gran pantalla (al igual que Hitchcock en su momento), y ampliar el campo visual para distorsionar lo menos posible las líneas de los edificios.
¡No nos desviemos del camino! En él, seguimos los pasos de László Toth, un talentoso arquitecto húngaro, que huye del vagón del holocausto para sentarse en primera fila del capitalismo voraz. Su llegada, a pesar de estar alumbrada por la Estatua de la Libertad, se caracteriza por oportunidades y sueños ensombrecidos. Aunque se mencione la Bauhaus y László Toth existiera de verdad, el László de la película es un ficticio Frankenstein de distintos artistas y emigrantes judíos. Muy alejado del real, un geólogo húngaro que, por cierto, atacó en 1972 a martillazo limpio La Pietà de Miguel Ángel.
El mismo Adrien Brody ha tenido cerca el ejemplo de su madre, inmigrante húngara tras la revolución de Budapest, para preparar su papel. El que inevitablemente nos sitúa en aquel pianista de 2002. A pesar de las dificultades del cambio de acento tanto para Brody como para Felicity Jones, al interpretar a Erzsébet, es Guy Pearce el que logra imponerse. Metido de lleno en el interesantísimo papel de un brutal empresario, despliega todas sus armas para mostrar los grandes temas de la película de forma magistral. Acompañado de otro inquietante personaje, el de su hijo, interpretado por Joe Alwyn.
En estas vistas, la arquitectura es lo de menos. Al contrario de lo que siempre nos han inculcado, The Brutalist incide en la importancia del destino frente al camino. Quizás da igual por lo que haya pasado Toth, o lo que haya llevado a Corbet a este producto cinematográfico (y muy probablemente a varias estatuillas). Lo que queremos es ver el edificio construido, aunque esto conlleve a la degradación del ser humano.
Tráiler de The Brutalist