Por El Indigente.

Acabo de ver una película (Silent Night, de Camille Griffin) que acojona y que te hace soñar con ella en estos tiempos de virus. Es un reflejo claro (aunque ninguna de las críticas que he podido leer en los medios de comunicación, siempre situados –y aquí con más razón- en su aurea de cuarto poder), de aquella frase de Roger Waters en The Wall, “Mother, should I trust the government”, porque no otro apotegma quiere representar la película en la imagen y soberbia actuación de su protagonista principal, Roman Griffin Davis, un chaval de unos doce o treces años, que borda la interpretación y que además es hijo de la directora, Camille Griffin, que debuta con esta rara e irregular película, pero que te llega a las entrañas.

Rara por no interiorizar de manera más profunda en la propuesta que propone sobre el apocalipsis y los efectos que provoca en un grupo de amigos que se juntan por navidad en una idílica casa apartada en la campiña inglesa. Irregular porque juega de forma confusa entre el humor negro, la tragicomedia, el suspense y el terror psicológico que cada uno de los personajes aborda según su propia personalidad, pero a veces no de forma suficiente, todos  superados por ese joven actor, viva imagen de la desesperación y la angustia que le provoca la catastrófica situación que plantea la película, a mi entender con un desajuste en la estructura de guion y montaje (sorprende que en el último Festival de Sitges le otorgaran el premio al Mejor Guion).

El argumento y el desenlace final es mejor ocultarlo para no desvelar la incertidumbre que mantiene el contexto de la película, pero la trama que plantea merece ser destacada por su originalidad y por las distintas líneas a que nos lleva su discurso y crítica de la sociedad actual, desde la amenaza ambiental, pasando por las relaciones paterno-filiales, las diferencias sociales, hasta las dudas que sugiere cualquier decisión de los gobiernos y la ciencia ante las catástrofes de la naturaleza.

El cartel lo encabezan los anfitriones de la fiesta, Keira Knightley, en el papel de madre alegre y protectora, al final desesperada, y Matthew Good, en el de padre, paciente y equilibrado, ambos representan junto a sus tres hijos la tensión creciente en que se desarrolla esa falsa tranquilidad con que se afrontan los miedos por lo que se prevé va a suceder y la difícil solución para hacer frente el filosófico final del mundo, que cada uno del resto de los personajes escenifica de forma diferente en un alarde de interpretación que merece ser destacado. Lo que comienza siendo una celebración de paz y amor, como exige a sus invitados la anfitriona, transcurre por una línea argumental de ambigüedad moral de todos sus personajes, entre rencores, confesiones, arrepentimientos y perdones mutuos, ante el sentimiento de la muerte, con un toque  de humor muy anglosajón, enriquecido con una gran banda sonora.

La metáfora la describe la secuencia con que termina la película y el primer plano de su protagonista y la contradictoria canción con se cierra, Silent Night (Noche de Paz).

 

Tráiler de Silent Night