El pasado domingo tenía un inequívoco sabor a verano. El calor y ese cielo azul único de Madrid bañaban la ciudad desde primera hora de la tarde. Era el preludio de lo que ocurriría unas horas después, cuando algunos afortunados acudirían a una importante cita en los Veranos de la Villa: Rosalía y Raül Refree.
Las invitaciones para el concierto se habían agotado días antes en apenas cinco minutos. Hasta la propia Rosalía había tenido que disculparse ante los cientos de fans que se habían quedado sin la suya. Se había creado una gran expectación difícil de conseguir en la actualidad, pero entendible al escuchar su precioso álbum debut, Los Ángeles, un trabajo minimalista a nivel instrumental, aunque lleno de alma y emocionante de principio a fin.
Ya estaba todo preparado. Y lleno, por supuesto. Una vez acomodados todos los asistentes en el Parque de la Cuña Verde de O’Donnell, un lugar que debería acoger directos más a menudo, Rosalía y Raül Refree no hicieron esperar y salieron juntos al escenario, preparados para dar una lección musical a un público (muy joven) hambriento y con altas expectativas.
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Lo que ocurrió más tarde lo recordarán durante muchos años aquellos que pudieron vivirlo. Enfrente del Cementerio de la Almudena surgió la vida. Rosalía y Raül Refree devolvieron la fe a las personas que pensaban que el flamenco no podría volver a reinventarse. Porque lo que hace Rosalía, como muchos puristas afirman, no es flamenco al uso, sino una fusión de estilos que tiene al flamenco como género primario. Con esa premisa, ella retuerce las palabras al ritmo de la guitarra de un brillante Raül Refree, a caballo entre ritmos frenéticos y dulces, híbrido entre la esencia más rockera y el arpegio más clásico.
Juntos se presentan como una pareja atípica pero efectiva. Pocos artistas consiguen poner los pelos de punta a su público como lo hacen ellos. Pocos logran emocionar con sus canciones y, mucho más complicado, pocos lo consiguen con un método en directo basado en dos únicos elementos: voz y guitarra.
El concierto comenzaba con «Si tú supieras compañero«. En bajito, despacio, con pausa. Los oídos se sumergían en la canción, y las miradas se centraban en Rosalía y el espectacular vestido rojo que vestía. Su carisma fue atrapando a todos y cada uno de los embelesados oyentes, algunos con lágrimas en los ojos, sobre todo en los momentos álgidos de la actuación. Uno de ellos sucedió cuando el Coro Milagros, un conjunto de niñas con voces que hacen honor a su nombre, se subió al escenario para acompañarla durante tres canciones. Fue en «Castigarme Tan Fuerte» donde más se dejaron notaron sus poderosos coros.
«Catalina» tampoco faltó a la cita, así como «Nos Quedamos Solitos«. Con el sol ya puesto y el público ovacionando al dúo en busca de un deseado bis, Rosalía y Raül Refree volvieron para terminar con «Que Nadie Vaya A Llorar» y la imperial «De Plata«, un epílogo que volvió a combinar las dos facetas de una de las artistas con más futuro del país: dulzura e intensidad.
Sea lo que sea lo que haga, y digan lo que digan los puristas, Rosalía hace arte. Aún sabiendo que su voz encajaría a la perfección en otros géneros más cercanos a la música urbana, ella sigue su pasión y se desenvuelve en el arte del flamenco emocionando y devolviéndolo al lugar protagonista del que nunca debería haberse alejado.
Crónica by Ray Vegas.
Fotografías by Fernando de Torres Valentí.