El Oracular Spectacular de MGMT rebotaba con maestría en las paredes del coche, amenizándonos aquel largo camino hacia nuestras primeras vacaciones del verano. Era el primer viaje de tantos previstos por aquella carretera. Era el origen de todo, el comienzo de un verano que debía ser memorable. La emoción se desbordaba por cada rincón del coche, mientras acompañábamos a Andrew en cada uno de sus giros vocales y convertíamos el salpicadero en nuestra propia percusión. Todo era perfecto. Todo… hasta que nos topamos con ella. La fábrica. La puta fábrica. Gris. O marrón. De hormigón. Alta. Imponente. Jodidamente fea. Deprimente. Aumentando de tamaño según nos acercábamos. Ya no había armonía. No había música. Sólo silencio. Silencio y una mirada de respeto, de miedo, de odio. Era una sensación conocida pero olvidada. Y había vuelto para golpearnos de lleno. La dejamos atrás, con sus humos blancos y contaminantes, y proseguimos nuestro camino rodeados de inquietud y desasosiego. Necesitamos una sesión doble de Vampire Weekend para levantarnos de aquello. Pero lo conseguimos. Conseguimos olvidarla y llegar a nuestro destino.
A partir de entonces y en cada viaje de aquel verano ocurriría lo mismo. Daba igual lo felices que fuéramos o lo emocionados que estuviéramos. Ahí estaba siempre ella, esperando. Gris. O marrón. De hormigón. Alta. Imponente. Jodidamente fea. Deprimente. La odiábamos. Nos hundía. Nos deprimía. Y necesitábamos recurrir a Damon o Noel para recuperarnos. Y así fue pasando el verano. Valencia. FIB. Low. Arenal Sound. Todo lo planeado fue cogiendo forma, todos los conciertos, las fiestas, las playas, las mujeres, los colegas, los de siempre y los recientes, el Jager, llenando nuestras vidas, haciéndonos olvidar todo lo demás. El trabajo, la rutina, los problemas. Tal cual llegaban los planes se marchaban y sin darnos cuenta nos encontramos volviendo de aquel último viaje. Cansados. Emocionados. Repasando todo lo vivido, sonriendo, sintiendo, mientras la nostalgia comenzaba a mostrarnos sus finas y dolorosas garras.
La música sonaba alto, más alto de lo normal incluso. Daba igual. No prestábamos atención. Nuestras mentes se encontraban lejos, días atrás, repasando cada uno de los momentos vividos. Se había acabado. Y había que aceptarlo. Cualquier acorde nos parecía triste, no había voz que nos apeteciese acompañar. No estábamos en ese punto, ese punto eufórico de aquel primer viaje dos meses atrás. Y de pronto nos topamos con ella. La fábrica. La puta fábrica. Tan fea y sucia como siempre. Resignados, supimos que esa última imagen sería la que nos terminaría de destrozar, la que nos induciría al coma definitivo del que nos fuese imposible despertar. Pero incomprensiblemente sucedió lo contrario. Seguía siendo fea, sí, fea de cojones, una cosa horrorosa. Y seguía contaminando, también. Pero lo importante era que estaba allí. Como estuvo dos meses atrás. Como estaba entonces. Como estaría siempre. La miramos una última vez, la dejamos atrás, y sonreímos. En ese momento comenzó a sonar «I Stand Corrected» y lo supimos. Estábamos equivocados. Aquello no era el final de nada. Y nunca lo habría mientras la fábrica siguiese allí. Estábamos bien.
Cuentan que aquel grupo de jóvenes volvió cada verano de su vida a aquella fábrica. Unos años más, otros menos. Con sus amigos de juventud. Con sus novias. Con sus mujeres. Con sus hijos e incluso sus nietos. Y cuentan que nunca dejaron de sonreír al verla.
By Peter Glez