Crónica by Dimas Pardo
Como todo buen festival el Rivas, para mí, comenzó como una road movie psicodélica. No tenía con quién coño ir al festival así que tuve que acoplarme con amigos de mis amigos. Por su puesto, dignos de un alma hippiesca y considerada, me adoptaron con todo el calor de sus barbas y sus rastas.
Con una resaca considerable por haber estado la noche anterior celebrando la primavera y las fiestas de Madrid en Las Vistillas, el primer litro de cerveza se abrió, camino del festival, a eso de las cuatro de la tarde. Helada/El hada, fue despertando cada una de mis neuronas perezosas. Nadie paró de beber hasta 17 horas después. (Actualmente, N días tras el día de autos, he encontrado muertas en su cama a muchas de esas neuronas forzadas por el más agresivo de los kalimotxos).
El festival comenzó demasiado temprano. La luz picaba al sol, el viento congelaba a la sombra. Todavía teníamos que conseguir más cerveza, hielo, y un lugar perfecto donde beber en el aparcamiento… así que mucho me temo que nos perdimos a Desakato. Muy poco profesional por mi parte. Me los habían recomendado y debería haber estado ahí, cubriéndolos, haciendo de periodista con mi borsalino y mi bloc de notas. Me pregunté que hubiera hecho Hunter S. Thompson y… eso, seguí bebiendo. Al menos me dio tiempo a apuntar que clase de peña viene a este festival y cómo de amiga es la policía del pueblo con los forasteros.
Con la nevera ya mediada, fuimos hacia adentro. “Cuánto tiempo sin pisar un festi, niño”, “Joder, cuántas posibilidades”. Los precios asequibles y la gente, bueno, tan maja como se puede llegar a ser siendo punky. El Último Ke Zierre estaba ya casi terminando su espectáculo. No los recordaba tan viejunos, pero era una contingencia que había que tener en cuenta, llevaba mucho tiempo sin verlos. No les ayudó para nada el sonido, ni los micros, ni algunos del público que prefirieron dispersarse y estar a otras cosas que sonaran mejor, como los altavoces de alguna furgo pastillera en el aparcamiento. Pero aún así, por muy mal que te vaya, si eres un grupo añejo puedes tirar de clásico para levantar el partido. Sonaron mejor que nunca, entonces: “Tus Bragas”, “Hasta que pierda la voz” y “Mi Revolución”. La retaguardia que empezaba a tener frío en las gradas se bajó a calentar las manos en el aceite ardiente de la olla. (¡Viva mi yo metafórico!).
Fue el momento de Boikot. Cuando un grupo lo hace regular en el escenario, el siguiente tiene todos los minipuntos para superarlo, y así fue. Boikot se lo montó genial. Probablemente la mayoría de objetos perdidos, desde llaves al paquete de tabaco que me encontré, fue gracias a su movido baile. Después de haberse popularizado tanto en los últimos años ya no esperaba que tocaran mis favoritas: “La noche más larga”, “Con mucha clase”… Tampoco esperaba los cañones de confeti a lo Mago de Oz, los tambores multicolor a lo dj ibicenco… Pero el caso es que hicieron que la peña botara con una propuesta renovada y con unos “De Espaldas al Mundo”, “Karrastakal”, o “Cualquier Día” bastante motivadores.
Los Segismundo Toxicomano llegaron para elevar punkysima potencia la bulla. Yo a esas alturas había dejado ya de bailar para ponerme a beber e ir preguntando al público si prefería La Vida es Sueño a Hamlet. Por aquello de que habían venido a bailar con Segismundo. “Mi vida”, “Por ti”, “Las noches siguen sabiendo a sangre”, “Euskadi”… todas hicieron girar el ciclón de la primera fila hasta el mareo pre pota.
Bien, había llegado el momento de rememorar el primer concierto al que fui en mi vida. Sí, I remember well, ver por primera vez la magia que se cocía en un directo de rock dilató mis pupilas y me consagró a mi verdadera vocación en esta vida: Provocar grandes, violentas y bailables bullas/ollas en vanguardia. El distinguido anfitrión, entonces, fue nada más y nada menos que el rey de todos ellos: Rosendo Mercado. Con el que pude hablar, fotografiarme y presumir de entrada firmada gracias a mi hermana y a su novio concejal de aquel entonces. Ahora que este señor se va a retirar y que yo, gracias a Dios, todavía no me pongo atrás en los conciertos como los punkys mayores, era el momento de enfilar la sincronizada hora de nuestro reencuentro.
No esperaba un pelo tan blanco. Parecía un jefe indio. ¿Pero qué quería? Hace más de diez años que lo había visto por primera vez y ya era viejo. Sin embargo, era un público muy joven el que se apiñaba esta vez para darle calor. Se sabían todas y no querían que se bajara de este ni de ninguno de los escenarios. “¡¡¡Rosendo presidente, Rosendo presidente!!!”, aclamaban entre canción y canción. Dios mío, el viejo había conseguido que hasta el “Picaporte, no es que yo me meta ni me importe” se convirtiera en himno, y así lo cantaban. Bueno, las cantaban todas así. Faltó agarrarnos de las manos para dibujar un “Rosendo, te queremos” que se viera desde la estación espacial.
Algo menos emotivo fue Narco y su instancia a que nos suicidáramos, “Suicidateeeee, suiciiiidateeeee”, pero increíblemente saltable. La voz machacona de uno de sus cantantes enrudece hasta el espíritu más filiforme. Poderosa fue “Anticrista”, momento en el que a todos nos brotaron patillas anchas y pelo en el pecho. Aunque llegó a ver un principio con instrumentos que no se oían y micrófonos parpadeantes, el público estaba lo bastante cocido para hacer caso omiso y enfrentar los estribillos aunque fuera a trancas y barrancas por una carretera sembrada de baches. (Mi yo metafórico otra vez).
Banda Bassoti fueron los únicos extranjeros del cartel y supieron recoger los pegotes que quedaban de la hormigonera en la que se había llegado a convertir el Auditorio Miguel Ríos durante la jornada. Los volvieron a licuar con su ska italosandunguero. He de decir que yo ya caminaba hacia las carpas de las fiestas de Rivas, al otro lado del escenario, con el fin de transmitir el ritmo acumulado a cualquier pobre barra que estuviera pinchando reguetón.