Por Kulturtado. Fotografía de Víctor Moreno.
Los conciertos de Quique González ya no son solo recitales: son una tradición, una comunión de fieles que celebran sus himnos con lágrimas, saltos, risas y ese pellizco en el alma que solo sus canciones saben provocar. Una semana antes ya estamos nerviosos, mirando esa fecha marcada con fuego en el calendario desde el día en que salieron las entradas. Porque somos eso: kamikazes enamorados.
El pasado viernes 4 de julio, Quique regresó a su lugar natural dentro de la ciudad que lo vio crecer (Madrid) y a ese festival que tan bien le sienta (Noches del Botánico). Aunque hace tiempo que dejó Lavapiés por los pasajes verdes de Cantabria, este sigue siendo su hogar emocional, su santuario.
Ángel Stanich abrió la noche con un show honesto y magnético, demostrando que la nueva música americana hecha en castellano tiene en él a un sucesor convincente. Nos dejó la sangre caliente para lo que venía: a las 22:00, con puntualidad británica, Quique y su banda —con Toni Brunet a la producción y la guitarra— arrancaban con fuerza: Detectives, Kamikazes Enamorados y Miss Camiseta Mojada. Clásicos que huelen a juventud, a heridas viejas que ya no duelen, a memoria compartida.
La magia de Quique González en directo
Puede que Quique lleve casi una década sin sacar un disco a la altura de su excelsa discografía, pero su próximo álbum, 1973, previsto para octubre (y del que adelantó Terciopelo Azul), parece apuntar a su gran regreso. Lo cierto es que Quique está feliz, y eso, para el autor de algunos de los versos más románticos y lúcidos de este país dividido, es mucho decir. Su nuevo sonido —más cálido, más maduro— le sienta de maravilla.
Durante las 20 canciones del repertorio hubo momentos de pura electricidad emocional: Sangre en el marcador fue demoledora; ¿Dónde está el dinero? sonó tan vigente como en 2013. Pájaros Mojados nos llenó de euforia y Salitre nos arrastró a esa nostalgia infinita de amores que ya no están.
Y entonces llegó la traca final: Relámpago, Pequeño Rock and Roll, Charo (con Nina entre el público), Y los Conserjes de Noche, esa historia de juventud desordenada que todos llevamos escrita en alguna parte, y, por último, Vidas Cruzadas (a la que se incorporó Ángel Stanich como uno más de la banda). Un cierre que nos dejó con los pies fuera del suelo, persiguiendo luciérnagas azules, cómplices, como si la pasión desmedida fuera eterna.
Los saltos dieron paso a abrazos, sonrisas, pretendientes de guitarristas, personajes de canciones, y mortales que soñaron con ser musas, o cantantes, o músicos, o poetas, o todos en uno. Gente corriente que solo quiere seguir soñando canciones. Porque aunque joda, Quique siempre nos encierra en su mundo. Y dentro de él, aunque solo sea por un rato, somos terriblemente felices, recordando cuando vivíamos a deshoras con el viento en las velas.