Por El Indigente

El cine alemán siempre nos ha dado grandes obras, nunca calificadas como maestras, pero de un marcado estilo propio, incluso al margen del cine europeo y de sus distintos movimientos (la nouvelle vague francesa o el free cinema ingles…), el alemán es puro expresionismo y la película La Lección de Alemán, dirigida por Christian Schwochow, es un nuevo ejemplo de ello (siempre gusta recordar al gran maestro Werner Herzog y sus inolvidables Aguirre la Cólera de Dios, El enigma de Kaspar Hauser o Fitzcarraldo como ejemplos claros de ese estilo, adornado también, entre otras muchas, por la inolvidable Paris,Texas de Win Wenders).

En esta película uno de los protagonistas es precisamente un pintor expresionista que ve como su amigo de la infancia, ahora el policía local del pueblo en donde viven en la costa norte de Alemania, le prohíbe pintar en cumplimiento del deber de cumplir, con una rigidez demencial, las ordenes que le imponen las autoridades del Tercer Reich, en plena segunda guerra mundial, al calificar ese tipo de pinturas como degeneradas y enfermizas, en una muestra más de la represión y censura que impero en el régimen de la Alemania Nazi.

Entre esos dos personajes se encuentra el gran protagonista de la película, el niño Siggi, hijo del policía y amigo del pintor, en medio de su encrucijada: condenado por el deber de obediencia a su autoritario padre que le exige que vigile y le informe si el pintor incumple la prohibición de pintar y el ansia de libertad que representa el pintor, quien le enseña a pintar y a guardar sus pinturas secretas ante la amenaza (y finalmente orden), de que las mismas sean quemadas. Es especialmente dramática la escena en que el padre le dice a Siggi la razón por la que debe delatar a su gran amigo el pintor: sus obras son “pinturas del dolor.

 

La película comienza con Siggi en un correccional (no desvelo la causa), en una celda aislada en la que como castigo le mandan escribir una redacción sobre “las alegrías del deber” y así empieza el flashback sobre su vida, describiendo el dolor que representa ese deber de obediencia que impide expresar con libertad a través de unos lienzos al óleo los sentimientos del amor y el sufrimiento de las personas, el de la madre de Siggi por el autoritarismo de su marido, el del propio Siggi por la delación a la que le obliga su padre mediante el castigo físico. En uno de los momentos álgidos de la película, la hermana de Siggi que vive fuera, pero que ha venido de visita para abrazar a su hermano (en uno de los pocos gestos de amor de la película), le dice a su madre “yo no soy responsable de tu sufrimiento” ante uno de sus silenciosos reproches, esos silencios de la madre que aceptan tácitamente la descontrolada acción del padre en honor a su deber.

La película (que es una adaptación de la novela homónima de las letras alemanas escrita por Siegfried Lenz), es al mismo tiempo un pasaje de la historia de la Alemania en la postguerra, en la que, como señala su director, se “crea una situación entre dos hombres y un niño que describe de forma inquietante como la marginación y el veneno del fascismo es como una enfermedad que puede destruir la relación entre las personas”. La enfermedad representada por el padre, que después de terminada la guerra mantiene su ideología del injustificado deber, en la que nos hace entrever un futuro nada esperanzador, y la del hijo, Siggi, que no logra un equilibrio emocional entre esas dos personas tan dispares y diferentes, entre la opresión y la autoridad del deber y la libertad y el arte expresionista representantes aquí de la amistad y el amor, enfermedad que Siggi representa con ese fresco de cadáveres y huesos de animales en la mansión abandonada donde esconde algunas de las pinturas, enfermedad curada finalmente al terminar su redacción “La alegría del deber”.