“Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine, o estrellas del rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos, lo que hace que estemos muy cabreados.”
Imagina estar allí. Alto. Muy alto. Cientos de focos enfocándote. Millones de ojos clavados en ti. Un micrófono en la mano y nada más. Nada más excepto ese don. Y levantar la mano y hacer el silencio. Y alzar los brazos y romperlo. Y que miles de voces te sigan. Lo estaban esperando. Días, semanas, meses. Se han dejado un riñón por verte, y aun así te dan las gracias. Te siguen, hagas lo que hagas. Te observan, con los ojos bien abiertos. Te admiran. Ellos quisieran ser tú. Ellas te tomarían. Allí, delante de todos. Tienes el control. Eres poderoso. Eres dios.
Y en los bares de todo el mundo se oirá tu voz. Y las disqueteras portarán tus discos. Y tu música viajará por sus auriculares. Se emocionarán al escuchar tus canciones. Amenizarás sus viajes. Y comprarán su entrada, cueste lo que cueste, cuando sepan que tocas tú. Imagina estar allí.
Cerrar los ojos. Escuchar aquello que tu mismo has creado. Respirar la brisa del verano. Abrirlos. Y tener miles de personas a tus pies. Y que miles canten tus canciones. ¿Es real? Imagina estar allí.
Pero no lo estamos. Estamos aquí. Abajo. Somos uno de esos miles que cantamos sus canciones. En la ducha, por la calle, en el coche. Compramos sus discos, saturamos Youtube, y de vez en cuando cogemos nuestras guitarras, nos sentamos al teclado, e imaginamos por un momento estar allí. Pero no lo estamos.
